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Apoyado sobre la fría superficie de piedra, descansaba su cigarro, esperando al siguiente movimiento que nunca llegaba. El humo ascendía lentamente por la habitación mientras las horas se consumían en lo que era una aburrida tarde de septiembre. Reía el lobo solitario desde su balcón mirando el sol esconderse tras las nubes. Escuchó un gruñido detrás de sí, Maltés se había despertado de su habitual siesta. Aquel perro, probablemente más viejo que su amo, era su única compañía, “Y la única que me hace falta”, decía siempre el anciano.   Miró el reloj y comprobó que ya era hora de marcharse. Cargado con todos los aparejos, y escoltado por su fiel amigo, cogió la camioneta, arrancó y se dirigió hacia el embarcadero. Nada más abrir la puerta y bajar escuchó aquel sonido del viento moviendo los cabos que chocaban contra los mástiles de los veleros. Ese sonido, ese tintineo continuo le arrancó una sonrisa, estaba en casa. Su hogar, la mar. Recorrió el largo camino sin asfaltar con